jueves, 11 de septiembre de 2014

Ruta literaria "La Alhambra extramuros". Granada.

El club de lectura de la Biblioteca Pública Municipal "Gabriel Espinar" de Huércal-Overa se desplazará a Granada el próximo sábado día 27 de Septiembre de 2014 para realizar la ruta literaria de Washington Irving "La Alhambra extramuros y las leyendas de sus Torres".

 Dicha visita se enmarca dentro del Programa de Clubes de Lectura del Centro Andaluz de las Letras, en colaboración con el Ayuntamiento de Huércal-Overa.

La ruta con guía comienza en Plaza Nueva. En ella se recreará el relato romántico de "Los cuentos de la Alhambra" de Washington Irving, siguiendo pormenorizadamente por el perímetro exterior de la Alhambra, desde la Torre de las Damas, Torre de las Infantas, la de la Cautiva, la del Cadí, la de los Siete Suelos... y el contexto histórico, palaciego que les dio origen, recorridas desde la Cuesta del Rey Chico hasta la Puerta de la Justicia para llegar hasta los Jardines del Parador de San Francisco.

16 comentarios:

  1. Washington Irving es el primer autor de los Estados
    Unidos que alcanzó una dimensión internacional y pudo vivir
    exclusivamente de sus escritos. Sin embargo, tras su muerte fue
    cayendo en un progresivo olvido hasta que en 1920 empezó a
    ser redescubierto, tendencia que culminó en los años sesenta y
    setenta cuando se publicaron sus obras completas y numerosos
    estudios sobre el autor. A pesar de ello sigue siendo poco
    apreciado por la crítica de aquel país, que lo tiene encasillado
    como un escritor juvenil por ser los cuentos, frente a sus libros
    de historia y narraciones de viajes, lo que más se reedita. Otra
    de las razones de su mediana valoración en Estados Unidos
    está en lo que podríamos llamar su falta de americanismo, dado
    que allí se tiende a apreciar como original lo que se aleja de los
    modelos europeos y anuncia la futura literatura norteamericana.
    Ciertamente los escritores que más le influyeron fueron los
    ingleses, entre los que puede destacarse a Oliver Goldsmith, Lord
    Byron o Walter Scott, a quien conoció personalmente. De Francia
    leyó con especial interés a Chateaubriand y algo debió influirle
    también la literatura española, porque en 1825 escribía a su
    sobrino: «No conozco nada que me deleite más que la literatura
    española antigua. Encontrarás algunas novelas espléndidas en
    este idioma; y su poesía, además, está llena de animación, ternura,
    ingenio, belleza, sublimidad. La literatura española, participa del
    carácter de su historia y de su pueblo: tiene un brillo oriental. La
    mezcla de ardor, magnificencia y romance árabes con la antigua
    dignidad y orgullo castellanos; las ideas sublimadas del honor y
    la cortesía, todo contrasta bellamente con los amores sensuales,
    la indulgencia consigo mismos y las astutas y poco escrupulosas
    intrigas que tan a menudo forman el tejido de la novela italiana».
    En España su obra ha despertado siempre un gran interés
    por ser un pionero del hispanismo, y su libro Cuentos de la Alhambra
    se vende en numerosas ediciones dirigidas a todas las edades. En
    fin, sería inútil buscar un criterio universal para juzgar sus escritos
    y deberíamos aceptar que la tradición cultural desde la que se
    contempla una obra literaria es decisiva para su valoración.
    Washington Irving nació en Nueva York en 1783 en el
    seno de una familia de comerciantes y era el menor de once
    hermanos. Su padre, un inflexible presbiteriano, le dio una
    agobiante educación religiosa que incluía la prohibición de acudir
    al teatro, aunque él se escapaba para verlo. Comenzó a estudiar
    leyes, materia que le aburría profundamente y de la que se evadía
    leyendo literatura. Su trayectoria literaria la empezó a los 19
    años publicando textos diversos en la prensa, pero contrajo la
    tuberculosis y, con la esperanza de mejorar su estado de salud,
    sus padres lo enviaron a Inglaterra, país desde el que hizo algunas
    incursiones a una Europa dominada por Napoleón. Los dos años
    que duró su Grand Tour los aprovechó para tomar notas sobre todo
    lo que le pasaba y veía, puliendo poco a poco su estilo literario.
    De vuelta a los Estados Unidos, en 1806 consigue el título
    de abogado no tanto por sus méritos como por influencias
    familiares y se dedica al oficio sin interés. Paralelamente desarrolla
    una heterogénea actividad literaria que culminará en 1809 con
    Historia de Nueva York (A History of New York from the Beginning of
    the World to the End of the Dutch Dynasty, by Diedrich Knickerbocker),
    obra que le hace famoso como escritor y en la que relata con
    ironía el pasado holandés de la ciudad. En este libro, caricatura de
    una guía de la ciudad publicada años antes, encontramos ya una
    fusión de realidad y fantasía que anuncia Cuentos de la Alhambra.

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  2. En 1815 hace un nuevo viaje a Europa con la intención de
    conocer el continente, tomar dibujos y notas, y escribir a partir de ellas.
    Cuando dos años después la empresa familiar entra en bancarrota,
    Irving se niega a dedicarse a ella porque ha apostado decididamente por
    la literatura. Su maduración como escritor podrá apreciarse en el Libro
    de los bocetos (The Sketch Book of Geoffrey Caryon, Gent., 1819-1820), que
    le da celebridad universal como primer escritor de los Estados Unidos
    y es, a día de hoy, el libro que más estudios literarios ha merecido.
    De las 26 piezas que componen el volumen 22 están ambientadas en
    Inglaterra, destacando los relatos «Rip van Winkle», donde es capaz de
    elaborar por primera vez un arquetipo del americano simpático a la par
    que inmaduro y egocéntrico, o la popular «Leyenda de Sleepy Hollow».
    Dos años después da a la luz Bracebridge Hall, en el que incluye
    un cuento ambientado en Granada, «El estudiante de Salamanca»,
    una ágil historia de amor romántico plagada de lugares comunes.
    Como todavía no conoce la ciudad, su visión de ella está basada en
    las impresiones orientalistas que le dejó en su juventud la lectura de
    las Guerras civiles de Granada (1595 y 1616) de Ginés Pérez de Hita.
    Irving era un hombre de agraciada presencia, pelo negro y
    ojos castaños (o grises según la fuente), al que en sus viajes se le vio
    flirteando con mujeres de diversa condición social. Pensó en sentar
    cabeza casándose con la joven Matilda Hoffman, pero ésta murió de
    tuberculosis en 1809 llevando a Irving a la postración: «Su imagen
    estaba conmigo continuamente y no cesé nunca de soñar con ella».
    Sin embargo, en 1823 cortejó en Dresde a una joven llamada Emily
    Foster, que lo encontró demasiado viejo y lo dejó con una amarga
    decepción. En realidad tuvo muchos amores a lo largo de su vida y
    fue un cosmopolita reticente a encadenarse a una persona o ciudad.
    Su carácter era el de un hombre más inclinado a la conciliación que
    a la disputa, de principios moderados en política e indiferente a la
    rigorista religiosidad que había tratado de inculcarle su padre. Su
    carácter era franco y se esforzaba por agradar con una conducta
    amable y cortés. La intensa vida social que le proporcionaron su
    ingenio y refinada cultura, le absorbió demasiado tiempo en algunas
    épocas, pero en otras se mostró como un disciplinado escritor.

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  3. En 1824, tras varios años vagando por Europa, las
    circunstancias económicas y las presiones de su editor obligaron a
    Washington Irving a escribir un nuevo libro. El resultado fue una
    heterogénea recopilación de cuentos y bocetos llamada Cuentos de
    un viajero (Tales of a Traveller) que resultaría un sonado fracaso. El
    norteamericano quedó en una difícil situación económica y muy
    afectado en su autoestima como literato. Llegó a pensar que ya
    había pasado para él lo novelesco y decidió probar suerte con la
    biografía, un género que de manera breve ya había tocado en el
    pasado. Acarició la idea de escribir unas vidas sobre dos escritores a
    los que admiraba, Byron y Cervantes. Al interés por el autor de El
    Quijote se unía su deseo de leer a Calderón de la Barca y a Lope de
    Vega en español, lo cual le animó a estudiar una lengua que de paso
    le sería útil cuando cumpliera su deseo de visitar España.
    La oportunidad de hacerlo le llegó cuando en 1826 le
    ofrecieron un puesto de agregado en la embajada norteamericana
    en Madrid con la misión de traducir una colección de documentos
    sobre Cristóbal Colón que el historiador y marino Martín Fernández
    Navarrete había empezado a publicar. Colón era un personaje muy
    admirado en Estados Unidos y la embajada de ese país en España
    consideraba de interés nacional que se conocieran nuevos detalles
    sobre el descubridor.

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  4. Cuando sólo llevaba dos meses de trabajo en Madrid, llegó
    a la conclusión de que el texto de Navarrete era aburrido y decidió
    escribir una vida de Colón que fuera accesible al gran público:
    «La obra que yo pensaba traducir es una maraña de documentos
    demasiado áridos [...] que en su estado actual no despertaría jamás
    el interés de la mayoría de lectores hoy en día». Por ello concibe la
    biografía sobre el descubridor como un libro de viajes, género muy
    de moda en aquel tiempo, y que Irving dominaba a la perfección.
    Durante meses está absorbido por la Vida y viajes de Cristóbal Colón:
    «ha sido el año de más aplicación y trabajo de pluma que he pasado
    en mi vida». La redacción de esta obra la alterna con otros proyectos
    que le van surgiendo en mente (Don Rodrigo, Don Pelayo, Abd
    el-Rahman, Mahoma…). En un momento dado declararía: «Jamás
    tuve idea del lío en que me metía cuando empecé este libro».
    Para documentarse consultó algunas de las principales
    bibliotecas madrileñas y el propio Navarrete le proporciona
    nuevos documentos, pero hay que descartar que la visita que
    planifica al sevillano Archivo General de Indias y a los lugares
    en los que estuvo Colón tuviera como objeto profundizar en
    su investigación, pues cuando emprende el viaje a Andalucía su
    manuscrito ya lo ha entregado a la imprenta. Con esta biografía
    novelada, en la que las lagunas documentales las completa con
    su imaginación, Irving cosecharía un notable éxito no sólo en
    Estados Unidos, sino en Europa.
    Cuando en la redacción del libro llegó al punto en el que
    Colón se reúne con los Reyes Católicos frente a la asediada
    Granada, Irving se sintió atraído por la caída del reino nazarí y
    pensó en introducir unos capítulos relatándola. Pronto se dio
    cuenta de que era un tema demasiado amplio y que sería mejor
    dedicarle una obra completa. Hizo un esbozo en Madrid y trabajó
    intensamente en él durante su estancia en Sevilla, hasta el punto
    de tenerlo prácticamente acabado cuando hace su segundo viaje a
    Granada. Crónica de la conquista de Granada (1829) resulta un texto
    desconcertante y de hecho ha dado lugar a críticas enfrentadas.
    El propio autor declara que ha llevado a cabo «una especie de
    experimento», un libro «extraído de antiguas crónicas; embellecido,
    hasta donde me ha sido posible, por la imaginación, y adaptado a
    los gustos románticos del día; algo que era […] mitad historia y
    mitad novela». Este libro fue un éxito que despertó la imaginación
    romántica de muchos norteamericanos y europeos, y dio un nuevo
    empujón a la moda de la maurofilia. Incluso un anciano Walter
    Scott, al conocer los escritos de Irving, se lamentó de no haber
    descubierto antes las posibilidades literarias de las luchas entre
    musulmanes y cristianos en suelo ibero.

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  5. A la par que trabajaba en sus libros sobre Colón y la conquista
    de Granada, Irving empezó a redactar una serie de episodios de la
    historia de al-Ándalus que abarcaban desde la invasión musulmana
    hasta la conquista de Sevilla por Fernando el Santo. Pero aquí la
    imaginación se desborda hacia el terreno de lo fantástico y al final
    el libro se tituló con buen criterio Leyendas de la conquista de España.
    El libro no lo terminaría Irving hasta 1835 y el resultado no es de
    los más logrados, pues está lejos de ser historia por la continua
    irrupción de lo maravilloso, y tampoco alcanza la amenidad de una
    recopilación de cuentos.
    Aunque Irving no vuelva a escribir ninguna otra obra
    histórica sobre España, es preciso señalar que la biografía Mahoma
    y sus sucesores la empezó a redactar en su primera estancia en Madrid
    como una introducción a sus libros sobre al-Ándalus. Abandonó el
    proyecto, pero su segunda estancia en España le animó a retomarlo
    y finalmente lo dio a la imprenta en 1849 sin otra aspiración que
    «resumir en un relato fácil, claro y fluido los hechos conocidos
    sobre Mahoma, junto con las leyendas y tradiciones que se han
    introducido en todo el conjunto de la literatura oriental». Con este
    libro, aunque Irving manifestara en ocasiones su admiración por el
    Mahoma militar y político, contribuyó en fechas tempranas a sentar
    la visión maniquea del árabe y el musulmán que hay desde antiguo
    en la sociedad norteamericana, pues con una deficiente apoyatura
    bibliográfica, ya de por sí sesgada, trazó un perfil del profeta del
    Islam decididamente maniqueo y hostil.

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  6. El interés de Irving por visitar Granada venía de antiguo y
    estaba rodeado de amplias expectativas e imágenes preconcebidas
    que iban a condicionar su exploración. El primer viaje a Granada
    se enmarca dentro de su descubrimiento de Andalucía. Salió de
    Madrid, entró por Despeñaperros y, tras pasar por Córdoba, llegó
    a la ciudad de la Alhambra el 8 de marzo de 1828. Estuvo alojado
    en la fonda del Comercio hasta el 18 del mismo mes para dirigirse
    luego a Málaga, el antiguo puerto del reino nazarí por cuyas murallas
    ruinosas paseó evocando la dramática conquista de la ciudad. Desde
    allí partió a Ronda y llegó finalmente a Sevilla, donde se estableció
    por más de un año. Sus diez días de estancia en Granada fueron
    tiempo suficiente para recorrer su solar de arriba abajo varias veces,
    conversar con gentes y reunir numerosas páginas de notas.
    Durante los muchos meses que Irving pasó en Sevilla y sus
    proximidades sabemos que tuvo en mente a Granada, pues trabajó
    en la Crónica de la conquista de Granada y empezó a escribir los Cuentos
    de la Alhambra animado por un intercambio de opiniones con Nicolás
    Böhl de Faber, entusiasta del folklore, y su hija Cecilia, conocida
    como Fernán Caballero. Resulta llamativo que teniendo tanto interés
    por el pasado de Granada, residiera en Sevilla. Eran las muchas
    amistades que allí tenía lo que hacía más confortable esta ciudad,
    por ende más grande, mejor comunicada y con numerosos encantos
    para un viajero romántico. Pasado poco más de un año en Sevilla
    inició un segundo viaje hacia Granada que incluyó paradas en
    muchas localidades de las abruptas serranías penibéticas, escenario
    de la encarnizada resistencia nazarí contra la invasión castellana que
    había plasmado en su casi concluida Crónica de la conquista de Granada.
    El 5 de mayo de 1829 llegó a la antigua capital nazarí con la
    idea de permanecer más tiempo que en la anterior ocasión: «Si me
    siento inspirado, de lo que tengo alguna esperanza, permaneceré
    de un mes a seis semanas». Tras una visita al gobernador de la
    ciudadela tuvo la fortuna de ver realizado el sueño de instalarse en
    la Alhambra. Lo agradable que resultaba allí su estancia pronto le
    llevó a cambiar de planes: «Estoy resuelto a demorar mi estancia en
    este lugar hasta que consiga acabar varios escritos relacionados con este
    mismo palacio, en los que pretendo reflejar el encanto íntimo que
    me rodea». Pero el nombramiento para un cargo diplomático obligó
    a Irving a precipitar su salida de la ciudad: «Partiré de la Alhambra
    dentro de pocos días y he de hacerlo con gran pesar. Nunca en
    mi vida he pasado días semejantes ni espero volver a pasarlos. El
    tiempo es ahora insoportablemente caluroso y el calor penetra en
    las salas principales; pero tengo un delicioso retiro en las salas de los
    baños que por ser casi subterráneas son frescas como grutas».
    Su marcha precipitada de la ciudad a finales de julio hará que
    sus Cuentos termine de redactarlos en Inglaterra, donde los publicará
    con el título The Alhambra en 1832. Si hubiera permanecido más
    tiempo en la Alhambra las impresiones, documentos y leyendas
    que podría haber reunido habrían sido muchas más y esto se
    habría reflejado en sus escritos. Pero podemos pensar también que
    terminar su libro lejos de la ciudad que lo inspiraba contribuyó a
    darle ese mágico carácter de evocación que tiene, y que de haber
    residido más tiempo en Granada Irving podría haberse sentido
    obligado a ser más explicativo y caer en la pesadez del que quiere
    contar demasiadas cosas.

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  7. Queda por último plantearse por qué Washington Irving no
    volvió a Granada durante los años que estuvo de embajador en
    Madrid (1842-1846). A primera vista sorprende que en una estancia
    en España más larga que la anterior no encuentre el momento
    para visitar una ciudad de la que hablara con tanto encomio. La
    explicación reside en que Irving ya no era el entusiasta viajero del
    pasado, su interés por conocer mundo había decrecido y los años
    precedentes los había pasado retirado en Sunnyside, su casa rural junto
    al río Hudson, entregado con placer a una vida tranquila y rutinaria.
    Con sus sesenta años y una salud que nunca había sido muy fuerte,
    minada ahora por distintos males, el antes intrépido viajero declara:
    «Soy un espectador demasiado viejo en el teatro de la vida para que
    aún me impresionen las novedades, el lujo o los trucos del drama».
    A Madrid no le lleva, pues, su interés por descubrir el romántico
    suelo ibero, ni la fascinación por profundizar en la historia de España;
    su motivación es simple y llanamente la de ganarse la vida. Su pequeña
    fortuna personal la ha invertido mal en tierras y ferrocarriles, y se
    encuentra en apuros económicos; mueve sus influencias para que le
    den un puesto diplomático y consigue que lo nombren embajador
    en Madrid, cuya plaza ha quedado vacante. En la capital española
    debe desarrollar una activa labor diplomática cuando su deseo sería
    continuar su tranquila existencia en Sunnyside; está embarcado desde
    hace tiempo en varios proyectos literarios que ahora debe abandonar
    con disgusto para elaborar informes diplomáticos y no necesita que
    España le inspire más obras, sino acabar las que tiene iniciadas. En
    suma, sus obligaciones no le dan mucha libertad para viajar, su salud
    no es buena y su mente está absorbida por proyectos tales como una
    monumental Vida de Washington, que terminará publicando en cinco
    volúmenes. El único viaje que desea hacer es el de vuelta a su patria
    con sus cuentas arregladas.
    En 1846 regresó a los Estados Unidos y se estableció en
    su villa de Sunnyside, donde continuó escribiendo sobre temas de su
    tierra natal. Murió el 28 de noviembre de 1859, dos años antes de
    que estallara la guerra civil norteamericana, dejando algunas obras
    inéditas, sus diarios y una abundante correspondencia que permite
    seguir con precisión sus andanzas y la gestación de sus escritos.

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  8. Irving fue un decidido estilista que trabajó con ahínco para
    desarrollar un estilo depurado, de clara estirpe neoclásica, cuya
    elegancia no tendría nada que envidiar de los mejores prosistas
    ingleses de su tiempo. En su obra siempre dio más importancia a
    la forma que al contenido. Los críticos literarios suelen emplear
    calificativos para referirse a su obra tales como dignidad de las
    formas, perfección estilística, gracia, armonía… todas las cuales son
    adecuadas cuando nos referimos a Cuentos de la Alhambra.
    En la mayor parte de su obra, y en particular en este libro,
    encontramos un sutil humor, carente de maldad, a veces ingenuo,
    que hace que sus escritos nos parezcan siempre gratos y faltos de
    trascendencia. Algunos críticos le reprochan falta de imaginación
    para crear argumentos y personajes, de ahí que su literatura transite
    por los caminos de la historia, la literatura de viajes y la recopilación
    de leyendas populares. Sin embargo, la novela histórica y los relatos
    de viajes eran dos géneros de moda en su tiempo, de manera que
    el reproche a Irving de falta de capacidad creativa tiene algo de
    anacrónico. Por otra parte, Irving decía: «Hay impresos por todas
    partes de modo desordenado, una cantidad enorme de relatos o
    hechos fantásticos y legendarios» que no necesitan más que un buen
    pulimento. Cuentos de la Alhambra es una afortunada composición
    literaria a partir de las tres fuentes señaladas, mostrando en su
    libertad formal para fundir elementos tan diversos un claro carácter
    romántico. En Cuentos de un viajero (1824), obra también de carácter
    misceláneo, Irving diría: «Para otros cuentos contenidos en esta
    obra y en general para todos los míos, puedo hacer una observación:
    soy un inveterado viajero, he leído algo, visto y oído más y soñado
    mucho más. Mi cabeza está, pues, henchida de toda especie de cosas
    raras y sabidas. Al viajar, estos heterogéneos materiales se revuelven
    en mi imaginación como los artículos de una revuelta valija, de tal
    modo que, cuando trato de extraer un hecho, no puedo determinar
    si lo he leído, me lo han contado o lo he soñado, y siempre fallo en
    saber qué es lo que he de creer de mis propias historias». Cuando le
    preguntaban por qué no probaba suerte con la novela respondía que
    una novela podía escribirla cualquiera porque «el mero interés del
    relato […] arrastra al lector a lo largo de páginas y más páginas de
    estilo desaliñado, y el autor puede incluso ser de lo más aburrido en
    la mitad del volumen con tal de que sepa guardar para el final unas
    cuantas escenas emocionantes».

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  9. Además de la libertad formal, sus rasgos románticos están
    presentes en la nostalgia del pasado, la fascinación por el Oriente
    musulmán, las descripciones pintorescas de lugares y tipos populares o
    los apasionados amores de algunas de sus leyendas. La importancia del
    pasado en su obra la señalaría él mismo al indicar que Estados Unidos
    tenía magníficos paisajes, pero le faltaba historia: «Europa poseía los
    infinitos tesoros acumulados por los siglos. Sus mismas ruinas referían
    la historia de los tiempos que fueron y cada una de sus enmohecidas
    piedras era un trozo de historia. Yo me perecía por recorrer los lugares
    que habían servido de escenario a renombrados hechos –pisando, por
    decirlo así, sobre las huellas de lo antiguo– para recorrer los ruinosos
    castillos, para meditar encaramado en la desmoronada torre; en
    una palabra, para evadirme de las vulgares realidades del presente y
    perderme en las nebulosas grandezas del pasado».
    En una carta fechada el 15 de marzo de 1828 explica que la
    inspiración de Cuentos de la Alhambra le llegó cuando buscaba la puerta
    por la que Boabdil salió de la ciudadela. Un habitante del lugar le ayudó
    a encontrarla: «Después de haber satisfecho mi curiosidad sobre la
    puerta referida, mi pobre acompañante me reveló otros secretos y
    supersticiones que circulaban entre las pobres gentes que habitaban
    en la Alhambra. Me han llamado la atención estas anécdotas y él me
    ha prometido suministrarme otras nuevas. Generalmente se refieren
    al tiempo de los moros y a los tesoros enterrados por ellos en la
    Alhambra, así como historias de apariciones en las torres donde se
    supone escondido el oro enterrado antes de abandonar la fortaleza».
    Otras leyendas las tomó de los Paseos por Granada y sus contornos
    (1764-1767) de Juan Velázquez de Echeverría, obra que cita en su
    diario y de la que procede, por ejemplo, la «Leyenda del soldado
    encantado». También se inspiró en relatos de la literatura que leyó
    para sus trabajos históricos, como Historia y rebelión de los moriscos de
    Granada (1600), de Luis del Mármol Carvajal, de la que toma «La
    Casa del Gallo de Viento», e incluso de tradiciones iraníes, caso de
    la «Leyenda del astrólogo árabe». Por otra parte, un modelo, una
    referencia literaria que en todo momento nos viene a la mente es esa
    obra que fue lectura de cabecera de tantos románticos de su tiempo,
    Las mil y una noches, libro con la cual tiene tantos paralelismos.

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  10. Existen tres versiones de Cuentos de la Alhambra, la primera
    de 1832, publicada simultáneamente en Estados Unidos y Gran
    Bretaña. La segunda es una revisión de 1850 con un prefacio
    escrito al año siguiente. En esta versión hay una reordenación
    de los capítulos y se añaden nuevos textos («La cruzada del gran
    maestre de Alcántara», «Leyenda del soldado encantado» y «El
    autor se despide de Granada»). La tercera versión, datada en 1863
    es póstuma y cuenta con nuevas historias de ficción («Spanish
    Romance» o «Legend of don Munio Sancho de Hinojosa») y el
    artículo «Poets and Poetry of Moslem Andalus».
    El éxito de la obra fue inmediato y se tradujo en el mismo año de
    su aparición al francés y el alemán; poco después al danés y holandés
    (1833) y luego al sueco (1834). En España hay ediciones incompletas
    y en ocasiones traducidas del francés desde 1833. La primera edición
    íntegra traducida al español se publicó en Granada en 1888 y la hizo
    José Ventura Traveset, doctor en Filosofía y Letras, el cual tomó como
    referencia la versión de 1832, o sea, aquélla que leyeron los muchos
    viajeros románticos que se acercaron a la Alhambra siguiendo los
    pasos de Irving. Esta versión es la que aquí se ofrece al lector.
    Aunque el libro funciona muy bien como conjunto, es
    indudable que el lector moderno puede encontrar su lectura de
    desigual interés dada su diversidad. Sus impresiones de viajero
    romántico constituyen una apreciada fuente para los historiadores,
    pues la Andalucía o la Alhambra que con hábil pluma describe
    ofrecen sensibles contrastes con las actuales. Los cuentos, que con
    frecuencia se publican aislados, presentan también diferencias de
    importancia entre sí, unos relatan fabulosos tesoros escondidos,
    varios episodios humorísticos, otros apasionadas historias de amor.
    Pero todo el libro, desde sus propias vivencias en los salones de la
    Alhambra a las leyendas fantásticas, aparece bañado por una onírica
    luz romántica que ninguno de los muchos viajeros o literatos locales
    que lo imitaron consiguieron captar con tanta delicadeza.

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  11. Pese a algunas obras de reparación en los palacios acometidas
    por orden del rey José Bonaparte, la Alhambra había sufrido durante
    la Guerra de la Independencia malos usos, derribos y la detonación
    de minas en las murallas. A estas calamidades se sumarían varios
    lustros de desidia en la administración de la ciudadela que llevaron su
    deterioro a un punto que a muchos viajeros les pareció irreversible.
    El Real Patrimonio puso fin al desgobierno cuando en abril de 1827
    nombró como gobernador al coronel Francisco de Sales Serna, para
    el que Irving tuvo cálidas palabras: «he conocido al gobernador de
    la Alhambra (don Francisco de la Serna), un hombre joven, el único
    durante muchos años que se ha tomado mucho interés en su cargo
    y que está haciendo todo lo que puede para reparar la Alhambra y
    para frenar el rápido deterioro en que está cayendo».
    Los problemas a los que se hubo de enfrentar el gobernador al
    llegar a la Alhambra fueron muy grandes desde un primer momento.
    Para empezar tuvo que proceder a reemplazar a varios empleados,
    lo que generó un profundo rencor entre los defenestrados. A pesar
    de los obstáculos, Francisco de Sales logró poner orden en la
    administración de la ciudadela y dar comienzo a labores de aseo y
    consolidación del palacio y los paseos de acceso, tareas que Irving
    conoció sólo en sus primeras fases.
    En un cuartel ubicado en la Alcazaba de la Alhambra estaba
    alojada una compañía de inválidos hábiles cuya principal misión
    era custodiar a los presos que había en la Torre del Homenaje. La
    mayoría de los reos eran militares que habían cometido los más
    diversos delitos y ocasionalmente presos políticos encerrados por su
    oposición a Fernando VII. En octubre de 1829, poco después de
    que Washington Irving se marchara de la Alhambra, quedó disuelta
    la compañía de inválidos hábiles y para reemplazarla se destinó una
    compañía de veteranos, lo cual estaba lejos de implicar una valoración
    más alta de la ciudadela. Los veteranos cobraban un salario tan mísero
    que, al igual que los soldados inválidos, se veían obligados a mendigar
    a los visitantes. Con su patético aspecto estos destacamentos militares
    pasaron a la historia de la literatura como el más expresivo contraste
    entre un presente de soldados que dormitan en sus puestos de guardia
    envueltos en sus andrajosas capas y el esplendor de la guardia nazarí,
    que se imagina con relucientes corazas y coloristas ropajes.

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  12. En cuanto a la población civil, a pesar de las viviendas
    destruidas por los invasores franceses y los obstáculos burocráticos
    que suponía instalarse en un lugar de interés militar, la población de
    la ciudadela se recuperó y cuando Irving visitó la Alhambra pudo
    decir que era una ciudad en miniatura. Según los padrones de la
    época, la Alhambra tenía unos trescientos ochenta habitantes, de los
    cuales una octava parte eran militares, algunos establecidos con su
    familia. El resto de la población se componía de artesanos del sector
    textil, algunas viudas y veinticinco frailes franciscanos. La relación
    entre los habitantes del endogámico recinto era bastante peor que la
    mostrada en los amables cuentos de Irving, pues en la documentación
    podemos rastrear odios y venganzas por la demarcación de fincas,
    falsas denuncias de inmoralidad o contrabando, etc.
    El personaje más destacado de los cuentos de la Alhambra
    es Mateo Jiménez. Irving se refiere a él exactamente en los mismos
    términos en el libro y en sus cartas, pero en la documentación de
    archivo descubrimos que su nombre no es exactamente Mateo, sino
    Matías. Las leyendas que Matías Jiménez cuenta a Irving y que serán
    básicas en la gestación del libro se las había narrado su abuelo, un
    sastre que presumía de haber pasado toda su vida en la ciudadela. Su
    hijo Nicolás Jiménez, padre de Matías, también nació en la Alhambra
    y se dedicó al arte de la seda. Casó con una granadina llamada
    Francisca con la que tuvo numerosos hijos y con ellos se marchó a
    Granada en 1810, cuando las tropas de José Bonaparte ordenaron
    evacuar la Alhambra. Tras la retirada de los franceses de la ciudad,
    los Jiménez retornaron a su casa antes de que pudieran hacerlo los
    frailes del vecino convento de San Francisco. Cerca del cenobio las
    tropas napoleónicas habían creado una explanada para sus maniobras
    militares, de manera que las lindes de las fincas se habían borrado.
    Esta confusión fue aprovechada por Nicolás Jiménez para apropiarse
    de un trozo de la huerta conventual. Esto dio lugar a un pleito que
    perdió Nicolás y que le obligó a pagar las costas del proceso y la
    restitución de la tapia, algo difícil para un hombre que se lamentaba
    de haber sido arrojado a la miseria por la guerra.
    Sumida en la pobreza, la familia sobreviviría a duras penas
    durante los siguientes lustros. No es de extrañar que años después
    encontremos a los Jiménez imputados en un sórdido asunto. Ellos,
    al igual que todos los miembros del arte de la seda de la Alhambra,
    pertenecían a la hermandad del Jesús de la Humildad y Paciencia, con
    sede en la iglesia de Santa María. El funcionamiento de la hermandad
    presentó preocupantes irregularidades que obligaron a principios de
    1827 a celebrar una tensa reunión para poner orden en las cuentas.
    Al parecer, la familia de los Jiménez se apropió de dinero destinado
    al enterramiento de los hermanos fallecidos, que era la principal
    labor de la hermandad. Para ello Matías Jiménez, posiblemente el
    único de la familia que sabía leer y escribir, llegó a falsificar la firma
    del párroco y a elaborar recibos falsos. Fueron condenados a pagar
    de su bolsillo las costas de ulteriores enterramientos.

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  13. Matías Jiménez había nació en la Alhambra en 1792 y era muy
    joven cuando se casó con la granadina María de Frías, con la que se
    instaló cerca de la iglesia parroquial de la Alhambra. Al igual que su
    abuelo y su padre era sedero, y fue un prolífico progenitor, pues a
    lo largo de su vida tuvo una decena de hijos, algunos de los cuales
    fallecieron siendo niños. Matías tenía treinta y seis años cuando
    conoció a Irving. En una carta fechada en su primera visita a la
    ciudad, el escritor declara que el «pobre diablo» le dio «muchos y
    muy curiosos particulares de las supersticiones que circulan entre la
    pobre gente que vive en la Alhambra con respecto a las viejas torres
    que se están desmoronando». Por motivos literarios en Cuentos de la
    Alhambra sitúa el encuentro en su segundo viaje y describe a Matías
    como «un alto y delgado individuo, con una raída capa parda que,
    sin duda, tenía por objeto ocultar el lamentable estado de sus ropas
    interiores». Como puede suponerse, en principio no le convenció
    el aspecto de quien se presentó como un «hijo de la Alhambra» y
    cristiano viejo «sin mancha de moros o judíos», pero Matías fue
    insistente y «se nombró e instaló como criado, cicerone, guía, guardián
    y cronista historiador mío». Pero el éxito de Matías no se explica
    sólo por su insistencia, sino también por su carácter sencillo, buen
    humor y locuacidad para contar historias sobre cualquier rincón de la
    Alhambra. Según Irving, Matías creía a pie juntillas todas las leyendas
    que le contaba, de ahí que lo llame con cariñosa ironía «harapiento
    historiador», «harapiento filósofo» y «cronista-escudero». Como
    reconoce en una carta, no sólo le proporcionó numerosas leyendas,
    sino que «me ha llevado a varios lugares encantadores que yo no
    hubiera sido capaz de descubrir de otra manera».

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  14. Irving pagó con generosidad los servicios de Matías, a quien
    entre otras cosas dio nuevas prendas de vestir. Pero el mejor favor
    que le hizo fue convertirlo en destacado personaje de Cuentos de la
    Alhambra, pues los numerosos viajeros que leyeron el libro a partir
    de 1832 reclamaron los servicios del «bien informado cicerone».
    Irving supo que la fortuna del «sagaz y sabelotodo» Matías había
    cambiado. Pese a su humildísimo origen, sabía leer y leyó los libros
    de Irving, convirtiéndose en el «guía oficial» de la Alhambra.
    Buena parte de los viajeros que llegaron después de la
    publicación de Cuentos de la Alhambra en 1832 habían leído el libro
    y no podían dejar de anotar sus impresiones sobre los personajes
    reales en él citados. Rochfort Scott visitó en 1830 la Alhambra y
    ocho años después publicó un libro en el que decía que se le ofreció
    de guía Matías Jiménez, «un nombre hecho clásico por la pluma
    de Washington Irving», el cual se comportaba como una «especie de
    Director General de viajeros ingleses en Granada» que se entregaba
    a «disertaciones elocuentes y eruditas disquisiciones». Según
    Rochfor Scott, el granadino se atribuía buena parte del mérito de
    Cuentos de la Alhambra y acusaba al escritor de haberse inspirado
    «bastante poco en su propia imaginación», pues lo que narraba era
    lo que él le había contado y a su vez sabía por los relatos de su
    abuelo. En aquellos mismos días Richard Ford calificaba a Matías
    Jiménez de «charlatán necio» y señalaba que el escritor romántico
    «puede dorar hasta los metales más bajos».
    Por su parte, la inglesa Mrs. Romer dirá en 1842 que fue
    «Washington Irving el que había contribuido en mayor medida a que
    este monumento fuera familiar a todos los lectores ingleses y es por
    esto, por lo que todos ellos nada más llegar a Granada, se han asegurado
    el servicio de Mateo Ximenez, “hijo de la Alhambra” que, gracias a la
    pluma de su distinguido patrón, ha conocido la fama, no sólo como el
    mejor cicerone, sino como la persona más versada en todo lo referente a
    antiguas leyendas de “salas y torres”. Nos apresuramos a buscarle pero
    fue inútil, ya que un coronel inglés se nos había adelantado». El viajero
    inglés William George Clark tuvo también la ocasión de conocer al
    «pequeño héroe de novela», del cual contó esta expresiva anécdota:
    «El viejo zorro me llevó a su propia guarida, donde tenía para la venta
    (bajo cuerda) muchos trozos de decoración de estuco y otros restos
    robados de la Alhambra». Matías Jiménez, que había quedado viudo a
    los cuarenta y cuatro años, debió fallecer al mediar el siglo, momento
    en el que su nombre desaparece de los archivos.

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  15. A pesar de lo mucho que el gobernador Francisco de Sales
    Serna hizo por poner orden en la administración de la Alhambra e
    iniciar su restauración, algunos viajeros ensalzarían como la mejor
    valedora del palacio a una «humilde campesina» llamada Francisca
    Molina, que no figura entre los empleados con nómina de la Alhambra,
    pero que vivía con su familia en la Casa Real (el palacio nazarí) y
    estaba encargada de limpiarla y enseñarla. Richard Ford la califica de
    «rabiosa y avinagrada», pero señala que fue la que puso orden en la
    Casa Real tras la retirada de los franceses e hizo todo lo posible por
    mantenerla aseada. Washington Irving la retrató cariñosamente en su
    libro con el nombre modificado de Antonia Molina o Tía Antonia.
    Francisca Molina, nacida en Granada, contaba cincuenta y
    siete años y era soltera cuando Irving la conoció. Tenía en propiedad
    «unas casuchas dentro de la fortaleza, en estado ruinoso», pero que
    producían una renta estimable a los ojos de los pobres habitantes
    de la ciudadela. En el censo de 1824 se nos dice que la tía Antonia
    tiene dos sobrinas oriundas de Iznalloz, María Dolores Sanchez, de
    veintiséis años, e Isidora Sanchez, de veinte; las dos son solteras, la
    primera residía en la Alhambra desde hacía veinticinco años, mientras
    que la segunda llevaba sólo dos. Irving conoció únicamente a la
    primera, a la que llama simplemente Dolores y describe como «una
    excelente criaturilla de una clara inteligencia natural unida a una gran
    ingenuidad». Los diminutivos que utiliza para una mujer que tenía
    ya treinta y un años se deberían a su escasa estatura y a su sencillo
    carácter. Por lo demás, la ve como una mujer simpática, regordeta y
    de ojos negros y brillantes a la que su tía había encargado la misión
    de cuidar al escritor. Sin embargo, el cáustico inglés Richard Ford la
    retrata como «fea y mercenaria».

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  16. Con la tía Antonia vive también otro sobrino llamado Manuel
    Molina, que Irving describe como «joven de verdadero mérito y de
    gravedad española», que había sido militar en España y en América.
    Manuel Molina está enamorado de su prima Dolores y estudia
    medicina, título que logra poco antes de la partida de Irving. Manuel
    Molina aspira a ser el médico titular de la ciudadela, puesto que
    está vacante desde hace años y que viene a cubrir precariamente
    el anciano cirujano José de la Plata y Chacón. Sin embargo, éste
    no murió hasta 1833, con la para entonces sorprendente edad de
    ochenta y tres años y sin haberse jubilado. Es evidente que para
    esas fechas Manuel Molina ha buscado colocación en otro lugar, pues
    no presenta su candidatura a médico. Resulta dudoso que Manuel se
    casara con su prima, porque ésta sigue viviendo en 1832 con su tía.
    Francisca Molina solía recibir en sus habitaciones a otros
    habitantes de la Alhambra, todos pobres, con los que jugaba a las
    cartas y mantenía tertulias que interesaron mucho a Irving. Por los
    censos sabemos que en la Casa Real vivían en aquellos días veintidós
    personas, la mayoría soldados inválidos y artesanos. Allí conoció a
    un soldado, el tío Polo, que a decir de otros habitantes de la ciudadela
    conocía más leyendas que el propio Matías Jiménez.

    Juan Manuel Barrios Rozúa.
    Granada, junio de 2010

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